Yólotl Año 4 No.8
No había una razón aparente, para que, nuestro protagonista, compartiera el mismo nombre que una famosa canción, más allá de tentar contra el copyright. Así como si nada, El Flaco salió de su departamento. De quedarse en casa, nuestra historia no progresaría, por lo que, durante la mañana, le vacíanos su refrigerador y alacena. Aunque, rellenamos sus bolsillos con dinero para que se fuera a pasear por ahí. Quizá él esté consiente del destino que le depara, aunque lo dudo. Su lengua es tan afilada como para cortar sus recuerdos.
Ya por la tarde, El Flaco, luego de gastarse el dinero al ir a un restaurante de lujo, se paseó por el vecindario; un lugar embellecido por un lago que cruza por la mitad del parque, donde peces nadan con libertad (lo único que no está a mi control). Bajo la sombra de un árbol, contempló el lugar perfecto para reposar la comida. Se acercó con cautela, sin saber que una pareja de enamorados se le adelantaría. Fastidiado, tomó asiento al lado, donde el sol le pegó en toda la cara. La pareja, entre beso y beso, arrojó migajas de pan al lago. Recordó que, durante su desayuno, había maldecido en nombre de la soledad. No le tomó más importancia a ese hecho y miró a los peces que escapaban de las agitaciones en el agua. El Flaco dio una calada a su pipa y añadió:
—Que estupidez, los peces no comen pan. Si quisieran comer algo de trigo, ya les habría crecido pies y dejarían el mar para invadir los cultivos de un pobre diablo. Una plaga de peces, que ridículos… ¿Qué más sigue, sirenas en este charco?
El Flaco pensó en la dieta de los peces y las criaturas mitológicas sirviendo a los humanos, gracias a un puesto en el gobierno o servicio comunitario. Era absurdo por donde lo viera. La sola idea le produjo un sabor a cenizas de tortilla quemada.
—Pero que estupidez —renegó El Flaco, antes de tirar su pipa al pasto.
Un grupo de Boy Scouts, que casualmente pasó por ahí, lo atrapan en el acto. El líder de la patrulla no dudó en acercarse a ese rostro arrugado y carente de dientes. Pero, aunque nuestro Flaco sea horrible como la vida misma, le dijo con total gentileza:
—Disculpe, adorable señor, ¿Sabe usted cuáles son las consecuencias de lanzar cigarros prendidos a las áreas verdes?
—¿Es un cigarro? la verdad es que lo veía más como un puro cubano. Aunque era raro, me dejaba la boca como después de usar el enjuague bocal. Supongo que el pan sabrá a tabaco. Por cierto, ¿Qué hermosa vista la de aquí, no? Las grandes montañas.
—Bueno, es mi responsabilidad dar información a ciudadanos como usted. Así, poco a poco ganamos conciencia de nuestros actos. Ya lo verá, amigo —dijo con alegría, dándole una palmada en espalda al Flaco. El golpe le sacó las cenizas que saboreaba. El líder de la patrulla, añadió—, haremos de este mundo un lugar mejor para vivir, un lugar en donde…
—Y es mi responsabilidad —Interrumpió enfurecido El Flaco— hacer que los tipos como usted tengan algo que hacer por las tardes. Esto no se quema, hombre. Pero bueno, yo me largo. Hasta luego.
Y se marchó sin mirar atrás. No necesitaba saber que pasaría después. Con solo escuchar a los niños, que pedían una medalla por recoger la basura de un viejo, se hacía a la idea del dilema moral que estuvo apunto de escuchar.
Ya era noche cuando El Flaco, finalmente, llegó a su departamento; no muy lejos del parque, en el tercer piso del Edificio S. Un triste color amarillo le dio la bienvenida, iluminando la cocina y la sala, la cual eran solo una habitación. Los arquitectos ahorraron costes con su departamento. Pudo tener más, de habérmelo pedido.
El Flaco fue directo al refrigerador con esperanza de encontrar comida. Sí, le quitamos toda la comida esta mañana, pero cuando salió, le resurtimos el refrigerador con leche caducados, dos huevos con el cascarón roto y un pescado entero. Tampoco crean que somos crueles con él. Solo porque un viejo consejo de escritores consiste en hacer miserable a tu protagonista, no significa que hagamos una excepción. El Flaco contuvo la respiración, el hedor era nauseabundo. De manera instintiva, miró el ojo muerto del pescado; sus ojos apuntaban directo a la alacena, a espalda suya. El Flaco se dio la vuelta y encontró una barra de pan. En ese instante, recordó el disparate de esta tarde y añadió, con su ya característico tono de voz:
—Pero que tontería…
Dejo el pan sobre la mesa, tomó su cuchara tenedor y se regresó al refrigerador para picotear al pobre pescado. No consiguió nada. Cerró el refrigerador con candado, por las dudas y siguió con lo suyo.
Sin nada de beber y una barra de pan esperándolo, se preparó para comer. Dio una mordida y de inmediato escupió el bocado que saboreaba.
—Esto sabe a sabe a apio —dijo, preparando su pobre mente para buscar que disparate lo arrastro a tal circunstancia—. Es como tabaco…pero…
Entre sus palabras, olfateó la menta y la suave brisa de los alpes suizos.
—¿Pero que diablos? —dijo y abandonó su cena. Preparó su cuchara tenedor para abrir por la mitad el pan e inspeccionarlo, migaja por migaja, pero desde afuera, un distintivo sonido lo interrumpió: Las sirenas de los bomberos.
—No, esto es una estupidez —dijo, pálido y temeroso por su realidad— Todo esto es una estupidez. Yo no tenia porque salir de mi casa. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué diablos quieres de mí, ademas de despojarme de mis sentidos?
Nadie le respondió.
—Ah, me estás tomando el pelo —añadió El Flaco —. Todo está historia es tan estupida…puras pamplinas. Es tan estupida como esas caricaturas ¿Qué sigue ahora, que un piano me aplaste? Todo es tan absurdo, déjame descansar en paz.
Y gracias a esas palabras, El Flaco recuperó algo de valor. Cubrió la ventana con un manto negro, no sin antes tirar el pescado a la calle. Después, se tapó los oídos y se colocó unas pinzas en la nariz; según él, tener la nariz tapada le impide saborear la comida. Soy un demonio, mas no un médico, pero estoy seguro que con esa simple acción mato a dos pájaros de un tiro. Después de hacer tales rituales, que recuerdan más a la estupidez que a la valentía, se dedicó a comer su pan.
Pasada la cena, se recostó sobre su sofá e intentó soñar con las estrellas sobre el mar. Pero todo lo que obtuvo fue una visión; dos hombres firmaban un pacto, uno obtenía dinero y el otro el control absoluto de su verdad.
A las tres de la mañana, El Flaco fue despertado por la novena sinfonía de Beethoven. El golpeteo de las teclas taladró su mente. Pues no había recordado que, el vecino de arriba, contaba con un piano de cola. Las paredes de su cuarto se agrietaron al son del cresencendo. El Flaco tembló y se talló la cabeza. La música aumentó de intensidad. El Flaco se arrancó mechones de su pelo.
Nuestro pálido amigo se acurrucó en su sofá, cerró los ojos y se preparó para lo peor.
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