Rēveuse Revista Literaria Número 5
—Coco, sé que es muy temprano para tu edad, pero se avecinan tiempos difíciles. Espero que nunca en la vida llegues a utilizar esto —Coco extendió sus bracitos y recibió un arco. Intentó jalar la cuerda, pero sus músculos no la tensaban.
—¿Cómo voy a mejorar si no puedo utilizarla? —protestó, mirando a su padre que estaba envuelto en la blancura.
Su padre respondió, pero de ello, Coco solo recuerda el susurro del invierno; su ahora.
Coco, afligida por la ventisca, recorre los bosques llevando consigo las cenizas de su padre. “¿O ya estoy en la montaña?”, piensa, siente que no hay diferencia entre los climas del aquí y el allá. Protegida por la caperuza roja de su madre, el frío le cala los huesos y sigue hacia el sendero prometido.
El viento sopla, nublando el rastro de Coco en tierra, y borrando las señales y destellos del cielo. Más de una vez ha sido testigo de cómo la naturaleza es cruel con lo diferente, con los albinos, pero ella sigue adelante.
A cada paso, siente como el cuerpo se le cae. Piensa que con un poco de alimento y fuego bastará. Aunque es absurdo, en esta temporada del año solo nacen los sueños de la flora; aromas y sonidos, mas no ese tacto frutal.
¿Al menos tiene agua, no? Una vez más, llenó su cantimplora de nieve, susurra una piromancia, pero es inútil; la ventisca responde con las palabras de su madre:
—El fuego es creación. Destruimos para que las cosas vuelvan a nacer. Nuestro fuego, emerge del calor de nuestros corazones.
Coco se toca el pecho; helado como las estalactitas que cuelgan de los árboles. Ni una chispa sale de sus manos. Vacía la cantimplora y continua.
El sendero por el cual anda lo había recorrido hace diez años junto con sus padres. Aunque fue menos atormentado. En el hielo; lagos donde pescaban. En los árboles; melodías que cantaban junto a las aves. Al lado de su padre, incluso tras la ausencia de su madre, no temía perderse. Y si sucedía, le contestaban:
“A donde el sol va a descansar, esa es nuestra dirección a seguir; nuestro sendero prometido”
Y Coco abrazaba las cenizas de su padre como si estuviera frente a él una vez más. Los recuerdos y el presente transmutaron de la mente a una carga espectral sobre su espalda. Coco cae a la nieve. Cierra los ojos y la caperuza de su madre la cobija del olvido.
—Madre, ¿por qué Cocoy qué es eso?
—Es lo que tú eres, mi vida.
—¿O sea nada?
—No porque no lo veas significa que no existe. Un Coco es un fruto tropical.
—¿Tropi-que?
—Es un clima cálido, donde el agua salada y crea “ondas” que besa la arena.
—Ya veo, ¿pero, qué es un coco?
—Es una fruta. La más grande y fuerte de todas. Es como una piedra más redonda, y por dentro es blanca como tú. Y a pesar de su dureza, es dulce por dentro.
El llanto de un osezno despierta a Coco. Con cautela se levanta de su lecho. Se da cuenta que no iba tras ella, pues su aroma se mezcla con el bosque, y su piel albina le hacen invisible.
Guiada por el sonido de los llantos, Coco encuentra al osezno. El animal está perdido, solo e indefenso. El estómago de Coco ruge, y desenfunda su arco.
Coco besa sus dedos y los desliza sobre la cuerda. El conjuro hace que la cuerda sea más fácil de tensar. El calor de la rabia, y su instinto de supervivencia, le permiten hacer el conjuro.
Entrecierra el ojo y le apunta a la cabeza, pero duda a pesar de ser un disparo fácil y certero. “¿Esto es lo que en verdad quiero?” susurra. Su estómago ruge, y sus labios se ensalivan por un trozo de carne cocinado. No es mucho, pero si el suficiente como para llenarla de fuerzas y seguir. Y su corazón solo responde:
—¿Pan para hoy, hambre para mañana? Eres una cazadora, no una ladrona.
Coco no dispara. Su padre le enseñó a cazar presas que ya tuvieran una vida realizada, no las que apenas son recibida por la madre naturaleza y aun no han dejado un legado.
Detrás de ella, la respiración brusca de un oso la llama. Se da la vuelta, y entre los árboles ve como la enorme criatura le seguía el rastro. Coco suspira, sabe su deber, y ha pesar de tener miedo, eso no la congela; la impulsa. Dispara y la flecha acapara la atención del oso. Coco grita, y su aliento rompe las ráfagas del invierno, provocando a que el animal le siga. Se da la vuelta y comienza a correr en dirección al osezno. En cada paso salta con todas sus fuerzas, librándose de la nieve. Detrás suya, el oso que le sigue no tiene dificultades por correr.
Cuando disparó la flecha, Coco sabía de la distancia que le separaba del animal y que, para estas temporadas, el oso tendría que tener grasa acumuladas para invernar; solo existe un motivo para salir y Coco corre en dirección a ello.
La ventisca sopla con lujuria, sofocando los pulmones de Coco, pero sigue corriendo a pesar de no escuchar nada detrás suya y no saber a dónde ir. “Si no es por vista u oído, quizás con el olfato lo encontró.” Y tras concluir que una madre encontró a su hijo, Coco resbala y cae por la pendiente.
Coco despierta, pero no hay tormentas, solo rayos dorados. El Oasis del otoño, donde las hojas siempre caen a un lago que refleja las nubes, la reciben. En un altar de piedras yace una urna de plata, donde coloca las cenizas de su padre. Y en aquel reflejo, se mira con la misma emoción de verse en los ojos de sus padres: Coco tiene el rostro morado y rojo por la sangre y el frío, la ventisca le despeino y seco sus labios, pero está sonriendo.
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