Revista #10: Y al fin puedo volar...hasta que el sol me derrita
Afuera el frío deambulaba como un fantasma. Adentró, solo se tiene el deseo de alguien más; un cálido recuerdo. Era una noche en el pueblo. El padre encendía las velas de su parroquia con cierto acto ceremonial. Encontraba atractiva la figura de la llama que danzaba para sí misma. Era como ver una mujer, en libertad de sus deseos, en un espacio abierto donde su figura iluminaba cada rincón. Y antes de que sus impulsos carnales crecieran, dejaba caer la cera sobre sus manos. El ardor lo mantenía despierto.
No había luz por la tormenta. Debes en cuando, los truenos aluzaban el interior de la parroquia, pero esa brevedad no era suficiente para ahuyentar a la oscuridad. El padre era consiente del sendero por el que andaba, pero en la penumbra, la helades del viento le tentaba a recostarse en la cama y sentir el calor de alguien más. «Dios, dame fuerzas, no me dejes caer en tentación.» expresó el Padre, mirando la cara de todos los santos. Alguien tocó a la puerta. El sonido de la madera y hierro le calaron los huesos.
Asustado, guardo silencio, pero seguían llamando. Uno de los golpes abrió la ventanilla de la puerta, dejando pasar un viento que apagó las luces de un soplido. «No dejare que entré, es el pecado llamándome.» Pensó el Padre, y encendió su farola. Se ajustó la sotana, y se encaminó a su habitación. Pero alguien seguía llamando a la puerta. Se dio medio vuelta, y sabiendo que era más grave ignorar el llamado, abrió la puerta.
A sus brazos cayó una mujer envuelta en un manto negro. Estaba empapada hasta la
medula. Las manos del padre se enroscaron alrededor de la cintura, y el desliz de las caderas le hicieron bajar un poco más. El rostro de la mujer le reposó en el cuello, estaba helada, pero su aliento era caliente y su perfume fresco. En la confusión, la mujer se apoyó en la pierna del padre para levantarse. Los dedos delgados y húmedos atravesaban la tela de la sotana como si fuera un tacto espectral. Era la juventud llamándolo. Ella se quitó la capucha y habló:
—Muchas gracias, Padre. Pensé que no había nadie en la casa de Dios. Disculpe si lo moleste a estas horas. —A pesar de que tosía y temblaba, su voz embriagaba como el vino. Sus labios, frescos como el mango, eran mordidos por sus dientes en sus ataques de nervios. Era morena, y sus risos como alas de cuervo, despertaban en el Padre una pasión prohibida.
—No, no tiene porque—se limitó a decir el Padre, apartando la mirada. Pues en el reflejo de aquellos ojos canela se hallaba él ruborizado y con una sonrisa estúpida.
Temblaba, pero no frio, contuvo su cuerpo, pero no retomó la postura. Luego, continuó
—Dime, hija mía, ¿En qué puedo ayudarle?
La mujer lo pensó un momento. Buscaba algo más con quien hablar, pero era consiente de donde estaba.
—Solo quiero confesarme —Mintió, luego habló con la verdad—, Solo estaré aquí esta noche…después vuelvo a mi hogar.
El Padre miró por detrás de la mujer; la farola apartó a las sombras que había en el camino de piedras; ni un alma yacía despierta a tales horas de la madrugada. La invitó a pasar, pero al ver como de ella escurría agua, recobró la sensatez y dijo:
—Espera, hija mía, deja que te traiga ropa. No puedes estar en esos trapos o te enfermaras. —La mujer esperó al retornó del Padre. Cuando este volvió, aclaró que las
sotanas eran pequeñas; solían usar los monaguillos. No replicó pues era mejor que nada. El Padre le dejo la farola en el suelo y se dio la vuelta para no ver.
La mujer dejó caer sus mantos empapados. El agua le alcanzó a salpicar al Padre. Deseó dar media vuelta, pero mantuvo la mirada firme. La mujer estiró sus extremidades, el viento la abrazaba sin hacerle sentir menos por el helado; era como si ambas fueran solo una. La sombra de su figura se proyectó por toda la parroquia y el Padre miró: Era una silueta fina; los músculos, del talón a la cadera, iban en un crescendo para mantener alineada la figura; sus muslos eran fuertes. La cintura era como un alfiler. La chica se agachó para recoger su vestimenta, y el Padre miró como aquel culo era simétrico como dos grandes lunas.
—Listo, Padre —concluyó la Mujer. El Padre se dio media vuelta, recogió su farola y miró como aquella ropa se le pegaba a la piel. Sus pechos pequeños y caderas trazaban las líneas de la sotana, y dejaba ver una pancita; era como si tuviera nada puesto.
El Padre, nuevamente, evitó la mirada y la guio hasta el confesionario. La invitó a tomar asiento primero. La mujer pasó por delante suya y su contoneo era de notarse por ritmo en que se movía; un pie delante, luego el otro; como una bailarina a punto de comenzar. Después de los rezos, la mujer confesó:
«Padre, he pecado en pensamiento y obra. Como le dije, mi hogar esta allá afuera, pasando las colinas. Llegué aquí por mi ex pareja, y a pesar de que le juré un amor de esos que jamás marchitan, me fue infiel. Pobre de mí, tan estúpida, ¿Cómo no creerle a ese rostro de Adán? Pensé que era diferente, ha pesar de las consecuencias a las que yo me afrontaba. Anteriormente, él ya tenia un matrimonio, pero me dijo que lo mantenía infeliz; por la mañana, ni un bueno día, por las noches ni un beso o caricia. Yo me propuse a cumplir eso y más. Estaba dentro de mí, en mis sueños donde crecíamos juntos. Estaba dentro de mí, en mi cuerpo, sintiendo su sudor hundiéndose en mi piel; sintiendo su respiración en mis pechos.
«Para luna de miel, visitamos este pueblo, disque era donde nació su abuelita. Al cabo de un par de días, una mujer lo hechizo; la miraba como el solía mirarme; con ese fuego en los ojos, con deseo de arder hasta las cenizas. Era un hombre celoso, de eso estoy segura. Me cobijo con aquel manto negro para que nadie me viera, y me dijo que esperara por él. Pero la lluvia llegó más rápido que sus promesas de amor.
«Sola y empapada, mis lagrimas eran nada. Y cuando escuché su voz en el viento, supe que jamás llegaría. Pasé la noche buscando un techo en donde dormir. Los ojos de las personas me seguían, me sentí asqueada y pensé mal de ellos. No quería pasar la noche en un lugar donde yo sufriera en silencio.»
—Y por ello, vengo aquí, donde además de aliviar mis penas pido un refugio.
—Hija mía, puedes pasar la noche aquí en paz. Nadie sabrá de ti, salvo Dios. Yo pediré posada en otro lado. —respondió el Padre. Luego de dar la bendijo, se marchó de la parroquia.
Afuera la tormenta seguía con los mismos ánimos y nadie atendía a la puerta al Padre. Pasó la noche caminando de un lado a otro. Y aunque el sol llegaba, era difícil verlo
por las nubes grises. A pesar de que el castigo por haber tenido una lluvia de ideas lujuriosas era digno, jamás olvidó un par de ojos canela que guardaban un pálido corazón.
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